Diego Rubio
La fuga de cerebros - la migración de profesionales altamente cualificados - ha existido desde los orígenes de la humanidad, contribuyendo a la circulación de ideas y al desarrollo de conocimiento. La España del siglo XXI no debe combatir esa movilidad sino aprovecharla.
En el siglo VI antes de Cristo, Darío I, rey de los persas, erigió un vasto palacio en la ciudad de Susa. En una famosa inscripción - conocida como DSf - el monarca enumeró las muchas naciones que participaron en la empresa: "los orfebres que trabajaron el oro eran egipcios, los hombres que trajeron la madera, lidios. Quienes cocieron los ladrillos venían de Babilonia; los que adornaron la muralla eran medos". Este listado, acaso anecdótico y remoto, revela un hecho innegable: la fuga de cerebros o, como conviene referirse a ella, la migración de profesionales altamente cualificados (MAC), ha existido siempre. Desde los orígenes mismos de la humanidad, las personas con competencias superiores y conocimientos especializados en los ámbitos científico, tecnológico y cultural (sirva esto de definición) han cambiado de territorio por distintos motivos, contribuyendo a la circulación de ideas y al desarrollo del conocimiento.
Si nos centramos en España, podríamos señalar al menos tres grandes episodios de MAC a lo largo de su historia. El primero en 1492, con la expulsión de los judíos, que supuso un debilitamiento considerable de las élites financieras y comerciales, así como la pérdida de hábiles administradores al servicio de la Corona. Esta pérdida, unida a la decisión de Felipe II de impedir a los españoles estudiar en universidades extranjeras para que no se contaminasen de luteranismo, provocó una escasez de técnicos y funcionarios competentes que aceleró la decadencia del imperio. Así lo denunció al menos el Conde-Duque de Olivares, quien durante la primera mitad del siglo XVII no paró de lamentar la "falta de cabezas" para dirigir España.
La segunda gran pérdida de talento se produjo en las primeras décadas del siglo XIX, a tenor de la división de las fuerzas progresistas entre afrancesados y liberales, con sus exilios correspondientes (1813-20 y 1823-33). En aquellos años, unos 50.000 españoles tuvieron que abandonar el país, entre ellos intelectuales de la talla de Leandro Fernández de Moratín, José de Espronceda, Álvaro Flórez Estrada o José Canga Argüelles. Esta segunda huida de intelligentsia nacional fue un duro golpe y el agorero preámbulo de un siglo XIX desastroso, con la pérdida definitiva del imperio colonial, varias guerras civiles y una revolución industrial que nunca llegó.
La pérdida de talento volvió al candelero en las primeras décadas del siglo XX. Treinta años antes de que los británicos de la Royal Society acuñaran la expresión brain drain (fuga de cerebros), los estadistas hispánicos empezaron a lamentar sus efectos y a proponer mecanismos para mitigarlo. Así, en 1931, el gobierno de la Segunda República creó la Fundación Nacional para Investigaciones Científicas, con el objetivo oficial de tratar de "coordinar y vigorizar las investigaciones científicas y, sobre todo, de cortar la emigración, ya alarmante, de muchos de los mejores cerebros, que no hallan en el país, después que este los ha formado y seleccionado, lugar propicio donde aplicarse, y se ven tentados por las ofertas de pueblos más ricos y despiertos". Las medidas iniciadas por los ejecutivos de Niceto Alcalá-Zamora y Manuel Azaña dieron algunos resultados, pero se vieron bruscamente truncadas por la Guerra Civil y el consecuente exilio republicano.
Se produjo entonces la tercera gran pérdida de talento en la historia de España. Entre enero y marzo de 1939, cruzaron los Pirineos más de 440.000 personas. Entre ellos estaban algunos de los economistas, ingenieros, juristas, artistas e intelectuales más eminentes del país que tuvieron que desarrollar su carrera en el extranjero. Aquello supuso una pérdida de capital humano inmensa. Basta mencionar un dato al respecto: los dos únicos españoles que ganaron un premio Nobel entre 1936 y 1975, Juan Ramón Jiménez y Severo Ochoa, vivían en el exilio.
Hoy nos encontramos en la cuarta pérdida de talento de nuestra historia. Una pérdida que comenzó en 2008 con el estallido de la crisis y que se mantiene, aunque con tendencia decreciente, hasta nuestros días. Existen enconadas disputas a la hora de determinar sus dimensiones y su verdadera naturaleza. Los medios de comunicación y partidos de izquierdas ven en los pocos datos disponibles una emigración de dimensiones "dramáticas", que vendría a hacer aún más profundas las consecuencias de la mala gestión que Mariano Rajoy hizo de la crisis. El Partido Popular y la derecha mediática tratan de minimizar el fenómeno; afirman que el grueso del incremento migratorio está protagonizado por personas nacionalizadas de origen foráneo o por españoles con "espíritu aventurero".