Guillermo Pérez Flórez
Tres intentos fallidos de lograr la paz en los años ochenta, noventa y 2000 dejaron una lección: los conflictos no los definen las armas, sino la gente. La guerrilla no pudo cobrar la victoria por carecer de brazo político urbano. El Estado tampoco pudo por su débil brazo social.
Durante los años ochenta y noventa del siglo XX Colombia vivió uno de los periodos más complejos y críticos de su historia. El Estado era incapaz de ocupar y controlar el territorio; tenía media docena de grupos guerrilleros (FARC, ELN, M19, EPL, Quintín Lame y PRT); tres poderosos cárteles de drogas (Medellín, con el tristemente célebre Pablo Escobar; Cali, con los Rodríguez Orejuela; y Norte del Valle); así como un centenar de bandas paramilitares (inconexas) que habrían de convertirse en las sanguinarias Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), al mando de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso.
Pese a todo esto, Colombia era capaz de producir una de las mejores literaturas del mundo, de construir una idea de país y de sobreponerse a lo peor. Entre agosto de 1989 y abril de 1990 fueron asesinados tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro. El primero, un carismático y joven dirigente liberal que las encuestas situaban como favorito para ganar las elecciones. El segundo, el líder de la Unión Patriótica, partido surgido de los acuerdos entre Belisario Betancur (1982-86) y las FARC. Y el tercero, el jefe del M-19, que acababa de firmar la paz con Virgilio Barco (1986-90).
Los anteriores párrafos compendian el capítulo más dramático de la historia nacional contemporánea. Cuando se mira hacia esos años� todo es tragedia. El asalto al Palacio de Justicia y la muerte de casi todos los magistrados de la Corte Suprema y del Consejo de Estado (1985); el exterminio sistemático de sindicalistas, indígenas y líderes populares; el asesinato de ministros, procuradores, periodistas, jueces, fiscales, policías, soldados y civiles, cuyo único pecado era estar en el lugar equivocado, como ir en un avión que estalla en pleno vuelo, o estar en un centro comercial. Ningún país supera a Colombia en dolor y sufrimiento durante esta época.
Los años ochenta comenzaron con una inmensa esperanza de paz. Betancur conformó una Comisión de Paz y abrió un proceso de diálogo con las guerrillas, pero este intento terminó en un baño de sangre. La frustración fue inmensa. En medio de una crisis sin precedentes, Barco consiguió un acuerdo con el M-19 y abrió la posibilidad de convocar una Asamblea Constituyente. Su sucesor, César Gaviria (1990-94), concretó acuerdos con otros grupos guerrilleros (EPL, Quintín Lame y el PRT) y materializó la convocatoria a una Asamblea Constituyente, lo cual generó una ilusión nacional. Sin embargo, no hubo pacto con las FARC ni con el ELN, que se replegaron en las selvas. Se vivió una situación similar a la que parecería estarse incubando: paz con unos y guerra con otros. Quizá por esto el gobierno ha comenzado a cambiar la gramática y habla de posacuerdo y no de posconflicto.
Habría de transcurrir casi una década para que Andrés Pastrana (1998-2002), forzado por las circunstancias, iniciara un nuevo intento de dialogar y hacer la paz con las FARC-Ejército del Pueblo. A finales de los años noventa, la guerrilla había conseguido casi derrotar militarmente al Estado, aunque - como afirma el historiador Carlos Medina Gallego - sin posibilidad de cobrar políticamente la victoria. No había gente en las ciudades vitoreando a las huestes de Manuel Marulanda o Tirofijo. Esto confirmó lo tantas veces dicho: existe una inmensa desconexión entre la Colombia urbana y la rural, como si de dos países totalmente diferentes se tratara