La victoria del leave en el referéndum británico es la más reciente manifestación de un movimiento anti-élites que se extiende por Occidente y se opone a sus valores e instituciones básicas. En el fondo de esta agitación iliberal está el malestar por un contrato social roto.
El 23 de junio, la ciudadanía británica votó a favor de abandonar la Unión Europea. Contra todo pronóstico - y sobre todo contra toda razón - uno de los pueblos más moderados y pragmáticos de Europa decidió ese día ignorar las abrumadoras pruebas de que esa decisión tendría consecuencias negativas para su país.
La práctica totalidad de las élites intelectuales, económicas y políticas de Reino Unido se oponían al Brexit. Varios premios Nobel escribieron cartas detallando el coste que supondría dejar la UE; hubo una declaración pública de 250 profesores universitarios en ese mismo sentido; y la mayoría de empresas británicas se manifestaron explícitamente en contra del Leave. Se le suma a todo ello una avalancha de informes redactados por expertos que indicaban el elevado coste económico que supondría abandonar el mercado único más grande del planeta. En términos políticos, la campaña del Remain contaba con el apoyo formal de los cuatro mayores partidos del país, el del gobierno nacional tory y el de una pléyade de líderes internacionales, incluido el presidente de Estados Unidos. No obstante, y como declaró hace poco el conservador Michael Gove, partidario de la salida de la UE: "Los ciudadanos de este país están hartos de expertos". Tenía razón, desde luego. Y parece irrelevante el hecho de que el propio Gove, político educado en la Universidad de Oxford, encabezase hasta hace poco el ministerio de Educación británico, institución dedicada precisamente a formar expertos.
Los británicos no están solos en el rechazo a las élites. En los últimos meses han aparecido indicios de que otras muchas sociedades occidentales están siguiendo un camino similar. El esperable nombramiento de Donald Trump como candidato republicano a la presidencia de EEUU constituye quizá el caso más significativo. Pocos habían previsto el éxito de Trump, que además supone un duro golpe para la cúpula del Partido Republicano, opuesta en masa al candidato. La candidatura demócrata de Bernie Sanders, que estuvo cerca de triunfar y, en particular, los resultados de este en los caucuses (elecciones primarias sobre las que las élites del partido ejercen menor influencia) apuntan en la misma dirección. Por su parte, en España se han celebrado unas históricas elecciones generales el 26 de junio en las que más del 20% del voto ha ido a parar a Unidos Podemos, coalición de izquierda compuesta por antiguos comunistas y un nuevo partido contrario al establishment. En el caso de Austria, fue la extrema derecha la que casi gana la presidencia en las elecciones del 24 de abril. En Italia, un partido fundado hace apenas 7 años por un humorista para protestar contra la clase política, el Movimiento 5 Estrellas (M5S, en italiano) consiguió en junio la alcaldía de Roma.
Reconfiguración del eje izquierda-derecha La oposición a las élites no es algo negativo per se. No obstante, se da la circunstancia de que las élites a las que se oponen estos movimientos son justamente las que apoyan los valores e instituciones fundamentales del orden liberal y cosmopolita de Occidente. Así pues, esta convulsión supondrá la reconfiguración del clásico eje izquierda-derecha, cuyos polos bascularán hacia la oposición entre cosmopolitanismo liberal y populismo antiliberal. Si este populismo "iliberal" se consolida, proliferarán las políticas anticomerciales, antiinmigratorias y anticapitalistas. La Unión Europea será una víctima especialmente fácil de este nuevo espíritu, en gran parte por ser un proyecto dirigido por élites. Son mayormente estas élites las que entienden de verdad las ventajas de ser miembro de la UE. Si se muestran incapaces de ganarse el apoyo de la ciudadanía europea, el proyecto de la Unión corre grave peligro. Los ciudadanos presionarán a los políticos para que se desentiendan del proceso integrador europeo o para que convoquen referendos sobre la pertenencia a la UE, y los resultados de elecciones y plebiscitos serán muy difíciles de prever. Este nuevo orden estaría caracterizado por la incertidumbre. Marine Le Pen, líder del Frente Nacional francés, ha hecho ya un llamamiento para que se consulte a los franceses si quieren formar parte de la UE. Y en Italia, la última encuesta Ipsos MORI muestra que el 60% de los italianos quiere también una consulta y que el 48% votaría por dejar la Unión Europea.
El libre comercio y la globalización en general serán también víctimas de la incipiente era iliberal. El comercio es una cuestión técnica que requiere de expertos que negocien acuerdos que no entendemos quienes no nos dedicamos a esos asuntos. De nuevo, si no confiamos en las élites, será inevitable que calen los mensajes simplistas y crezcan las suspicacias sobre el libre comercio. Cada vez parece menos probable que se firmen y ratifiquen la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) y el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, en inglés). En última instancia, emergerán movimientos anticapitalistas y, quizá, antidemocráticos. Sabemos, por ejemplo, que muchos de los partidos de extrema izquierda europeos han cuestionado el sistema capitalista y que los partidos de extrema derecha traen consigo propuestas fuertemente antidemocráticas. Se cuestionarán también la inmigración y el multiculturalismo en general, como ya ocurre en Europa y en EEUU. Las minorías son también víctimas habituales de los movimientos populistas, porque se las ve como fuente de problemas relacionados - a menudo con demagogia - con el empleo o la seguridad. Desgraciadamente, la medida del enrarecimiento iliberal del ambiente la darán los niveles de xenofobia y antisemitismo. Y, no lo olvidemos: las minorías son las primeras víctimas de la radicalización, pero nunca son las últimas.
Prosperidad que no se distribuye ¿Por qué está ocurriendo esto? Y ¿por qué ahora? Algunos argumentan que se debe a la globalización y el libre comercio. Es cierto que la globalización ha favorecido a las clases medias de los países en proceso de industrialización, como China, y que, desde 1990, ese proceso ha permitido a más de 1.000 millones de personas salir de la pobreza. También es cierto que gracias a la globalización se ha producido una ingente riqueza material en el mundo desarrollado. España, por ejemplo, está cerca de alcanzar los niveles de PIB anteriores a la crisis de 2008. Reino Unido lo logró en 2014 y EEUU bastante antes. El problema fundamental subyace no en la globalización y sus efectos en cada país, sino en la distribución de la riqueza a nivel nacional. El 75 % de quienes votan en las primarias republicanas estadounidenses expresan una grave inquietud al respecto de su futuro económico, pero siguen viviendo en un país que nunca fue tan próspero como lo es hoy. El verdadero problema, por tanto, es el fracaso en la distribución de la prosperidad.