Los 16 Länder que componen el sistema político-administrativo alemán son un entramado de controles y contrapesos que hace difícil construir consensos y ha generado disfuncionalidades. El federalismo que sacó adelante a un país derrotado precisa hoy una reforma.
Alemania tiene una sólida tradición federal que ha caracterizado su sistema político a lo largo de la historia. El autor romano Tácito ya señaló en sus Anales que las tribus que vivían en Germania no mostraban ninguna inclinación particular a someterse a un gobernante. Solo en situaciones de emergencia acataban las órdenes de un superior. Cuando la caída de la dinastía Staufen, a mediados del siglo XIII, menoscabó el poder del emperador, ligas de ciudades, repúblicas campesinas y, por fin, poderosos señoríos territoriales sustituyeron al monarca, cuyo poder, en todo caso, nunca había sido ilimitado. La Reforma, que dividió el imperio en época del rey español Felipe II, reforzó esta tendencia. El gobierno estaba en manos de la nobleza local, de los príncipes del Sacro Imperio Romano, y, más tarde, de los príncipes electores. Durante siglos, Alemania solo reconoció como instancia superior al emperador, a una torpe judicatura y a la Dieta Imperial, en la que preponderaban los representantes nombrados para seguir consignas. Esta situación se prolongó hasta 1806, cuando se derrumbó el Sacro Imperio Romano Germánico.
Así pues, el sistema político de la República Federal de Alemania se basa en un entramado de "controles y contrapesos" complejo y difícil de entender para quienes son ajenos a él. Los procesos de adopción de acuerdos son largos, y la construcción de consensos, difícil y, sin lugar a dudas, muy cara. Cuando, en 1949, se fundó la Segunda República, se incorporaron a la Constitución numerosas experiencias de la época de la dictadura nacionalsocialista. Asimismo, tras la reunificación en 1990, se introdujeron durante un tiempo otras modificaciones interesantes por motivos distintos. Desde entonces, la República Federal está formada por 16 Länder (Estados federados). De norte a sur son: Schleswig-Holstein, Hamburgo, Bremen, Baja Sajonia, Renania del Norte-Westfalia, Hessen, Renania-Palatinado, Sarre, Baden-Württemberg, Baviera, Mecklemburgo-Pomerania Occidental, Sajonia-Anhalt, Brandemburgo, Berlín, Turingia y Sajonia.
El tamaño y la población de los 16 Estados federados es muy diferente, desde la ciudad portuaria de Bremen, con menos de un millón de habitantes, hasta Baviera, que con sus más de 12 millones y su poderío económico podría ser un Estado independiente. Un hecho interesante es que en Alemania no hay debates dignos de mención acerca de posibles secesiones o vías hacia la independencia abiertas por un Estado federado o una región, como sí ocurre en España, Italia o Reino Unido. Esto es algo que llama la atención, dado que la historia del Estado nacional alemán es relativamente corta.
Entre mediados del siglo XIII y mediados del XIX, Alemania estuvo dividida en innumerables Estados propios y fue un juguete de las grandes potencias europeas. Napoleón puso fin a esta situación creando en su suelo un puñado abarcable de Estados, mientras que a Bismarck le estuvo reservada la proclamación del Imperio Alemán en la Galería de los Espejos de Versalles en 1871. La vida del imperio se prolongó tan solo 75 años y terminó con la catástrofe de 1945. A pesar de todo, los alemanes son firmes defensores de la unidad, como demostraron el llamamiento a la unificación de la patria durante las protestas masivas de Leipzig y la caída del muro de Berlín.
En 1945, las potencias vencedoras culparon a Prusia del desarrollo de los acontecimientos que siguió a la retirada de Bismarck, el brillante estadista unificador del imperio. Es innegable que este punto de vista, según el cual la Prusia antidemocrática y militarista fue responsable en gran parte de la toma del poder por parte de Hitler, goza todavía hoy de considerable aceptación en el país, sobre todo al sur de la línea del río Meno, que divide el norte protestante del sur católico y que sigue siendo una frontera cultural