Robert Cooper
En el tiempo de Shakespeare, la masa odiaba al poeta y al notario. Hoy, algunos prefieren la mentira a los hechos y desprecian el conocimiento. Entonces, como ahora, los extranjeros eran objetivo de las multitudes. ¿Qué puede enseñarnos el dramaturgo sobre el nuevo orden? Shakespeare no escribió sobre política exterior. En su tiempo, cuando los embajadores viajaban a ultramar, era habitualmente para buscarle esposa al rey (que era una de las maneras de ampliar el reino) y en ocasiones para amenazar con la guerra (otra manera de ampliarlo). Los Estados, sin embargo, estaban a medio formar y los conflictos civiles eran tan comunes como las guerras entre países. No había dado comienzo aún el juego de las naciones en Europa.
La vida era precaria: los pobres temían el frío y el hambre; los poderosos, perder el favor del rey. Todos tenían mucho que perder por culpa de rebeliones, rumores o plagas. En aquel mundo lo que más se ansiaba era el orden. Sin embargo, el orden también corría peligro. Moría el viejo sistema medieval, en el que el trabajo y la vida eran uno, y la posición social significaba poder, pero el nuevo orden aún no había nacido. Esto se percibe en Hamlet: el padre dirimía cuestiones territoriales mediante un combate singular con armadura completa, pero su sucesor, Claudio, enviaba ya embajadores. El propio Hamlet llega a Elsinor desde la universidad protestante de Wittenberg, mientras que el fantasma de su padre parece volver desde algún purgatorio católico.
En la Europa renacentista prosperaba la creatividad. La palabra impresa dio un vuelco a la religión, propagó la ciencia, construyó las naciones y dio voz al pueblo. Shakespeare formaba parte de ese nuevo mundo. Nosotros, los que hemos vivido los inicios de la era digital, estamos mucho más familiarizados con el cambio, pero no sabemos si seremos capaces de conservar los viejos valores en los nuevos medios.
Ulises, el protagonista de Troilo y Crésida, habla de las viejas certidumbres de una sociedad cimentada en el rango social:
¡Ah, cuando se confunde el rango, que es la escala de todo designio elevado, la empresa se contamina! ¿Cómo podrían las comunidades, jerarquías en las escuelas y fraternidades en las urbes, el comercio pacífico entre costas divisivas, la primogenitura y los derechos del nacimiento, las prerrogativas de la edad, las coronas, cetros, laureles, permanecer sino por rango en su auténtico sitio? Ulises tiene razón: las reglas son vitales para crear comunidad y preservar el orden, pero se equivoca al pensar que dichas reglas deben fundamentarse en la cuna y el rango social.
Cambio de régimen y guerra civil La manera más determinante de destruir el orden en el tiempo de Shakespeare era matando a un rey. Tras el asesinato, se desataba la guerra civil. Ricardo II quizá fuera débil e irresponsable, pero el golpe de Estado perpetrado por Bolingbroke, duque de Hereford y futuro Enrique IV, desencadena la rebelión y la guerra de las Dos Rosas. Cuando el duque obliga a Ricardo a abdicar, el obispo de Carlisle le advierte:
Milord de Hereford, a quien llamáis rey, es un traidor infame al rey del arrogante Hereford;
y, si accedéis a coronarlo, dejadme predecir que sangre inglesa será abono de esta tierra, [�] Y este remanso será asolado por guerras tumultuosas que enfrentarán pariente con pariente y hermano con hermano.
Julio César cuenta la misma historia. César entra en una madurez solemne, quizá ambiciona una corona. Su asesinato lo cambia todo: divide el imperio y supone su destrucción, y también la de sus asesinos. Marco Antonio �quien, aun comportándose hasta el último momento como una especie de playboy, halla la lucidez tras el crimen� habla al cadáver de César:
Perdóname, ¡oh, despojo desangrado!, si soy manso y gentil con estos carniceros. [�] Ante tus heridas frescas aún, que abren sus labios enrojecidos como bocas mudas implorando de mi lengua la voz y la expresión, hago ahora esta profecía: caerá una maldición sobre los miembros de los hombres; el furor intestino y la cruel guerra civil arrasarán todas las partes de Italia; la sangre y la destrucción serán tan habituales que las madres no harán más que sonreír cuando vean a sus pequeñuelos descuartizados por la mano de la guerra.
Hoy nada es distinto. ¿Cómo fuimos tan estúpidos de pensar que derrocar a Sadam Husein traería la paz y la democracia? Los Estados nuevos siempre corren el riesgo de caer en guerras civiles. Cuando un país acaba de nacer, todo está en juego: quién gobierna, en interés de quién, con qué Constitución. La partición de India, Nigeria y Biafra, Chipre: todos son ejemplos del mismo tipo de historia. La sensata y democrática Finlandia nació como Estado en 1917 con una guerra civil, al igual que Estados Unidos (si bien tardó unos 100 años). Deberíamos observar a los nuevos Estados de Europa Central y preocuparnos. Algunas veces el dictador es una suerte de solución para el país, incluso cuando representa un problema para su pueblo. Irak, Libia, Afganistán, Siria: ¿es necesario el consenso para no intervenir en las guerras civiles de otros pueblos?