Las reformas procesales acostumbran a no seguir una planificación previa. Una excepción feliz en este sentido fue la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000, pero desde entonces las reformas han ido a trompicones, al haber sido en varias ocasiones poco meditadas y peor ejecutadas. El perjuicio no lo sufre solamente nuestra Justicia, sino principalmente los que trabajan en ella y los ciudadanos que acuden a la misma. Se proponen por ello algunos ajustes que contribuyan a la más que necesaria y definitiva desburocratización y descongestión de nuestros tribunales.