Francisco de Oña Navarro
En el año 2005 tuve la oportunidad de coordinar el número 8 de Mediterráneo Económico que, bajo el título «Los retos de la industria bancaria en España», analizaba la situación del sector bancario en esas fechas y su capacidad de hacer frente al futuro. Los colaboradores de ese número monográfico -que en mi opinión eran y siguen siendo conocedores profundos del sector bancario- llegaban a la conclusión, cada uno en sus parcelas específicas, que las entidades españolas se encontraban en una situación privilegiada para posicionarse como líderes y referencia mundial del sector, puesto que «contaban con el modelo de negocio, las mejores capacidades tecnologías, el músculo financiero, el apoyo institucional y los gestores capaces de conducir con éxito el proceso». La conclusión general era que «el sistema financiero español goza de buena salud y de elevada estabilidad. Las entidades de depósito españolas, tanto a nivel absoluto como en comparación con sus homólogas europeas, muestran una elevada rentabilidad y eficiencia, así como un nivel, en general, aceptable de solvencia y de gestión de riesgo» en palabras de Gonzalo Gil, en ese momento subgobernador del Banco de España. Sin embargo, advertía que «el fuerte crecimiento del crédito, en particular, del vinculado al sector inmobiliario en sentido amplio, el creciente desfase entre inversión crediticia y financiación proveniente del sector privado residente, la elevada competencia existente en el mercado bancario español y la evolución de la calidad de los recursos propios configuran áreas de incertidumbre que requieren cuidadosa atención»…