Occidente observa intrigado la transformación de la política exterior de Turquía. Las aspiraciones regionales y globales del país están cambiando al tiempo que se ha abierto una reflexión sobre su pasado, su identidad y los avances democráticos pendientes.
Turquía ya no es el país que Occidente conoció en su día. La crisis de Libia ha vuelto a poner de manifiesto que su apoyo a la OTAN es limitado. Ankara prefiere negociar con el Irán de Mahmud Ahmadineyad antes que frenarlo, y se siente cómoda conversando con Hamás, Hezbolá y el presidente sudanés Omar al Bashir. Sus antes cordiales relaciones con Israel en el pasado están en crisis tras el ataque a la �Flotilla de la Libertad� que se dirigía a Gaza en mayo de 2010. Turquía ya no llama desesperadamente a la puerta de la Unión Europea, sino que sigue una política multivectorial favorable a sus intereses comerciales y de seguridad. Los vínculos con Rusia son florecientes. Los empresarios turcos están implantándose en África y Latinoamérica. En resumen, Turquía es ahora un actor, un foco económico y quizá un aspirante a ejercer la hegemonía regional. La paradoja es que, en ese camino, Turquía se ha vuelto más parecida a nosotros: globalizada, económicamente liberal y democrática. Como lo expresaba el presentador estadounidense de televisión Charlie Rose: �Turquía no quiere ir al Este ni al Oeste; quiere ir arriba�.