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Antonio González González
Los salarios, y el coste de la mano de obra en general, han estado sometidos en los últimos años a fuertes presiones. Las transformaciones económicas y la creciente dificultad en la que se desenvuelve la actividad productiva han empujado a la búsqueda de soluciones fáciles para problemas apremiantes.
Intereses más prosaicos, también, han buscado indisimuladamente cambiar a su favor la distribución de la renta y limiten la capacidad de los trabajadores y sus organizaciones. La política económica ha basculado en buena medida alrededor de la injustificada idea de que la inflación, la insuficiente competitividad o el desempleo eran problemas esencialmente salariales.
En torno a los salarios se han construido discursos exculpatorios de errores y carencias que poco tenían que ver con ellos. El coste de la mano de obra no es un obstáculo para la competitividad de la industria española, sino su principal ventaja. Los salarios reales no han crecido por encima da la productividad en el período de los últimos ocho años. La inflación persistente de la economía española es un problema sobre todo de índole extrasalarial. La adaptación de los crecimientos salariales o la recesión no ha sido lenta y difícil, sino bastante rápida e intensa. El elevado desempleo, en fin, no es un problema derivado de una imaginaria rigidez salarial, es resultado de presiones sobre la oferta laboral y la estructura productiva difíciles de asimilar si no es a largo plazo.
El recorrido atento de lo que desde 1987 ha sucedido en materia salarial en nuestro país permite aclarar algunos de estos extremos.
