La idea de progreso, tal y como la conocemos actualmente, es hija de la Modernidad y su definición más conocida corresponde a la etapa ilustrada, siendo acuñada, concretamente, por los philosophes Turgal y Candorcel. Es un producto, pues, del optimismo sin fisuras por los avances en la ciencia y la tecnología y de las más devotas creencias en la Razón y en su inevitable imperio sobre las sociedades y los hombres. En sus términos más prístinos, el progreso que define el marqués de Condarcel en su Esquisse (1795) alude a un proceso indefinido, acumulativo e irreversible, que llevará al hombre y la sociedad a cotas crecientemente más altas de racionalidad, moralidad y bienestar material. Pero esos contenidos se han enfrentada a -más allá de guerras cada vez más crueles y destructivas- la alarmante y en gran medida irreversible desirneción de la naturaleza, hasta poner en peligro evidente las equilibrios planetarios y la propia supervivencia de la especie humana.