Tras casi cuatro años de vigencia, el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, el famoso PRTR, es ya un viejo conocido para todos.
Sin embargo, esa familiaridad no debe hacernos pasar por alto ni su trascendencia ni la novedad que implicó en su día, y aún hoy. Primero, porque llegó en un momento inédito, en el que una pandemia mundial congeló las economías europeas, y articuló una forma nueva de movilizar fondos europeos, con una mutualización de la deuda por parte de los países de la Unión. También, porque fijó unos objetivos mínimos de inversión en materia de transición verde, respaldando así el Pacto Verde Europeo y reconociendo la transversalidad de las políticas de descarbonización. Además, se acordaron unos hitos y objetivos entre la Comisión y los Estados miembros cuyo cumplimiento sería el que desencadenaría los cobros, no mediante la presentación de facturas como se había hecho hasta la fecha con los fondos estructurales. Y se supeditó la recepción de los fondos no solo a realizar inversiones, sino también al desarrollo de reformas legislativas. Porque se trataba de un mecanismo de recuperación, sí, de medidas de impacto contracíclico para paliar los efectos súbitos que había tenido la Covid en nuestra economía, pero también un plan de resiliencia y transformación para acometer cambios estructurales de fondo que permitiesen afrontar futuras crisis desde una posiciones más seguras, más consolidadas, más firmes.